La meta del ser humano está en desarrollar plenamente todas sus potencialidades. Es decir, está en llegar a ser “él mismo” en todas las dimensiones de su existencia.
Para ello hay que desarrollar una mayor confianza en uno mismo y una auténtica autoestima. Esta es la gran meta que tiene ante la sociedad, ante a su propia conciencia y ante Dios. Lo que profundamente nosotros queremos es lo que Dios quiere de nosotros y para nosotros.
Muchos ven una contradicción en ello y piensan que la autorrealización es contraria al camino cristiano de negación de sí mismo. Sin embargo, no existe tal contradicción. Lo que importa es lograr una plena realización personal no centrada ni cerrada dentro de los estrechos marcos del egoísmo.
La negación de sí mismo no es lo contrario a la autorrealización personal. Lo que realmente excluye la realización plena de nuestro proyecto ideal de vida es nuestro propio egoísmo: ese dar vueltas y más vueltas sobre nosotros mismos, con un obsesivo “ego” que busca única y exclusivamente el propio éxito y el propio bienestar. Se trata, por lo tanto, de dar pasos decisivos para dominar ese “ego obsesivo” y dar paso al auténtico amor a nosotros mismos. Es decir, a la autoestima.
Nos lo dice el propio Jesús: El ideal de perfección está en “amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a tí mismo”, (Mc.12,29). Quiere decir que el amor a nosotros mismos es totalmente legítimo y positivo siempre que esté abierto al amor y a la solidaridad con los demás.
Por lo tanto, está claro que nuestro principal enemigo es el “yo egoísta” que excluye en todo al hermano y que no piensa más que en uno mismo, haciendo de los demás peldaños para el propio y exclusivo éxito. Si confiamos en Dios, se acrecienta también la confianza en nosotros. Sentimos que tenemos en Él un fundamento firme. Esto nos otorga confianza a pesar de todos nuestros problemas y fracasos.
Quiere decir que el camino hacia la plena realización mía me exige distanciarme del “yo egoísta”. Debo decir continuamente “no” al ego. Tengo que distanciarme de todo lo que él me exige y liberarme de su predominio y de sus constantes exigencias ególatras. Cuando logramos que nuestra vida se abra a los demás en una auténtica actitud de servicio, fluye en nosotros la alegría del vivir: nos sentimos útiles para todos los que nos rodean.
Muchas veces nos encerramos en los estrechos límites de “nuestro yo” y no llegamos a descubrir la fuerza y las grandes posibilidades de solidaridad que hay en nosotros. Muchos tienen miedo a salir de su propio caparazón y perder el control de sus proyectos personales y de sus compromisos.
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