Conocí a Hugo Chávez en 2002. Tuvo la gentileza de llevarme en su avión presidencial a la posesión del Álvaro Uribe. Compartí con el durante tres años en innumerables encuentros presidenciales y conversamos largamente varias veces. Es un hombre muy inteligente y carismático con una avidez descomunal por la historia. La última vez que lo vi, en la posesión del presidente Morales en 2006, me saludó afectuosamente felicitándome por “mi gran contribución a la democracia boliviana”.
Por esa razón tengo sentimientos encontrados con él. Por un lado, mi simpatía personal, por el otro mi visión política que está en las antípodas de cómo concibe el poder y la democracia.
Chávez es, qué duda cabe, una de las figuras centrales de la historia latinoamericana del siglo XXI. Lideró una corriente política que ha influido de manera decisiva en países como Bolivia, Ecuador, Argentina y Nicaragua. Su postura radical antinorteamericana reavivó el antiimperialismo y propugnó la construcción de estructuras regionales sin o contra Estados Unidos. Cuando en 2004 creamos la Comunidad de Naciones Sudamericanas, germen de Unasur, marcó con su impronta el espíritu de ese bloque.
Como otros presidentes, montado en una bonanza económica sin precedentes históricos que benefició a toda América del Sur, inauguró el discurso del “socialismo del siglo XXI”, un estilo de gobierno personalista con un toque fuertemente nacionalista y estatista. Chávez construyó así un Gobierno con celofán democrático pero con corazón autoritario. Pero a la vez, el discurso y la acción a favor de los más pobres le dieron resultados justos y espectaculares a despecho de dejar maltrecha la macroeconomía de su país. Tras sucesivos triunfos en las urnas desde 1999, 14 años después, tiene en sus manos el poder Ejecutivo, el Legislativo, el Judicial, las FFAA y buena parte de los medios de comunicación. Está claro que las reglas de su democracia se parecen poco a la verdadera democracia republicana, aquella que él y sus colegas ideológicos califican como “neoliberal o elitista”.
Se enganchó al poder de manera irremisible y acabó creyendo que él y sólo él encarna el proyecto histórico de su país. Pero la fragilidad y pequeñez de nuestros cuerpos mortales le jugó una mala pasada. En 2011, le detectaron un cáncer que lo trastocó todo. A diferencia de lo que corresponde a un mandatario responsable con su pueblo, mantuvo en absoluto secreto los detalles y la gravedad de su enfermedad. A despecho de la medicina venezolana, prefirió seguir su tratamiento en Cuba para garantizar el absoluto hermetismo sobre el estado de su salud. A pesar de ser plenamente consciente de que el destino de su vida era más que incierto, encaró el proceso electoral de octubre de 2012 que ganó cómodamente. Esa decisión ha dejado a Venezuela a las puertas de una grave crisis política.
Si es verdad que la primera prioridad de un hombre que ha dedicado su vida a su pueblo, es precisamente su país, no parece consistente con ese amor desenfrenado ocultar a sus compatriotas hasta que es imposible negar lo evidente, que la vida de quien los conduce corre serio riesgo. No preparó a tiempo un mecanismo interno de sucesión que permitiese un candidato del oficialismo que no fuera el propio Chávez en 2012. Mecanismo que no se podía improvisar. Pero no, prefirió forzar la máquina para garantizar un triunfo que ha generado las consecuencias que se viven hoy.
A pesar de que antes de su operación dijo claramente que dado el caso se debía ir a elecciones y a pesar de que pidió a sus seguidores que votaran por Nicolás Maduro, llegó el 10 de enero y nada quedó claro. Nada se sabía de la situación real del Presidente, salvo su imposibilidad de asistir a su posesión. ¿Salió consciente de la operación? ¿Está consciente hoy? ¿Tuvo conciencia como para considerar su renuncia ante la gravedad de su estado? ¿No la tuvo y no la tiene ahora? ¿Es una democracia genuina aquella en la que los ciudadanos nada saben del estado de quien los gobierna? ¿Es responsable por parte del grupo de poder de Chávez mantener esta situación de incertidumbre?
El poder total, una vez más, ha cegado a su líder y sus colaboradores. El poder total, una vez más, ha embelesado a buena parte de un país que prefiere la consagración de un mito, la deificación de un hombre, la fe ciega e irracional en los poderes mágicos de un caudillo sin parangón.
Deseo que el hombre a quien traté y que me ofreció su amistad, Hugo Chávez, se recupere y salga con bien de este trance. Deseé también, inútilmente, que presentara a tiempo su renuncia al cargo y abriera para Venezuela las puertas de una competencia democrática en la que su proyecto histórico pudiese sobrevivirlo o ser superado por otra opción, según la voluntad soberana de su pueblo. Pero ocurre que en muchos países de América Latina vivimos el tiempo de la fe en milagros, de santos e iluminados que lo encarnan todo y que conducen a sus pueblos a las puertas luminosas del Paraíso…
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