Hace un mes, el 16 de abril, un día antes de que irrumpa en el escenario político nacional el tema del terrorismo, decíamos en este espacio editorial, bajo el título “El miedo, instrumento del poder”, que había abundantes motivos para temer que el proceso político boliviano, en su incesante marcha hacia la consolidación de un régimen totalitario, estaba a punto de ingresar a una nueva fase que tendría en la utilización del miedo su principal característica.
“El miedo, cuando es inculcado a la sociedad desde las más altas esferas del poder, se constituye en un formidable instrumento de dominación política y control social. Cuando es hábilmente empleado, resulta más efectivo que cualquier instrumento legal”, decíamos. Y agregábamos que “quien logra infundir miedo se apropia de por lo menos una parte de la voluntad de sus oponentes. Y logra así algo que muy difícilmente conseguiría por otros medios: la autocensura, la pasividad, la sumisión”.
Concluíamos afirmando que “identificar el peligro y solidarizarse con las víctimas es tarea urgente para evitar que el miedo se convierta en el principal aliado de las pulsiones totalitarias de quienes gobiernan”.
Paralelamente, en una serie de editoriales que de manera repetitiva se referían al tema, advertíamos sobre el peligro de que las corrientes antidemocráticas de la oposición se constituyan en un factor útil para el avance del totalitarismo, en uno de sus pilares. “En todo momento, pero con mayor razón en circunstancias como las actuales, es necesario que las luchas por la defensa de la democracia, la justicia y los derechos ciudadanos se enmarquen precisamente dentro los límites que imponen esos valores. Cualquier acto que se salga de ellos sólo contribuirá a que se imponga el espíritu autoritario”, decíamos el 17 de marzo.
En ese contexto, el 5 de abril sosteníamos que una de las principales tareas pendientes de la oposición democrática era marcar con toda claridad sus diferencias con la que optaba por la violencia. Al referirnos a la oposición cívico-regional de Santa Cruz, elogiábamos las muestras que daba de haberse alejado de “las corrientes antidemocráticas y violentas que en algún mal momento se impusieron.” Días después lamentábamos que “la oposición democrática no haya marcado distancias de esos sectores tan clara y oportunamente como era de esperar”.
Ahora, un mes después de que la victoria democrática obtenida en el Congreso fuera neutralizada, revertida y trastocada en un triunfo de quienes de uno y otro lado abonan el terreno del totalitarismo, sólo cabe esperar que no sea demasiado tarde para recuperar los espacios que han sido usurpados por los mercaderes de la muerte. Y que no lleguemos al extremo de confundir la causa de la libertad y la democracia con la de “carapintadas” y muyahidines asalariados.
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